sábado, 14 de abril de 2012

**Otro Día En El Paraíso**



Vértigo. Náuseas. El día se acercaba. El final era inevitable y sabía perfectamente cómo iba a terminar todo.
La realidad ahora lo sorprendía como un violento baldazo de agua fría.
Imploraba que los segundos se apiadasen de él y que, en vez de correr sin detenerse, caminaran lo más lento posible. Pero sabía que eso no iba a suceder.
Nunca había creído en Dios pero ahora, a medida que la noche llegaba, rogaba por un milagro que lo salvara. Sabía que eso tampoco iba a servir.
Vértigo. Náuseas. Miedo. El día había llegado. Era el final pero extrañamente el comienzo de algo que lo horrorizaba.
Tenía todo lo que le pertenecía en una mochila y a eso se iba a aferrar porque cada cosa que había allí le traería recuerdos de cómo era el hogar.
Cerró una puerta tras de sí y respiró profundo tratando de deshacer ese nudo en la garganta que estaba ahí desde que había despertado.
Se quedó inmóvil sobre la vereda observando a su alrededor sin saber qué hacer. El sol se alzaba con las primeras horas de la mañana por encima de la gran ciudad y teñía los edificios de un color muy parecido al sepia. La gente caminaba en todas direcciones, inmersos cada uno en su mundo, atrapados por su rutina. Nadie parecía notarlo, darse cuenta de que él estaba allí. Toda esa escena parecía muy irreal, como si fuera un sueño que en cualquier momento se convertiría en pesadilla.
Había caminado por esas cuadras miles de veces, pero ahora la realidad tenía una perspectiva totalmente distinta e incierta, no había rutina instalada, no había horario que cumplir, no había nada.
Vértigo. Mareo. Incertidumbre. Los minutos comenzaban a pasar y él todavía seguía inmóvil sin poder mover un sólo músculo. Trataba de pensar con lógica para no caer en la total desesperación y el pánico pero lo único que pasaba por su cabeza eran locas ideas de salida fácil y finales rápidos para cambiar su horrible realidad.
Pensó en las vías del tren, en un puente, una autopista, quizás el edificio más alto. Hizo una mueca de desagrado ante las oscuras ideas que rondaban por su mente. Entonces, y no sin poco esfuerzo, les ordenó a sus pies que comenzaran a caminar aunque no tuvieran rumbo fijo. Primero un paso, luego otro, y otro...
No sabía dónde iba, no tenía ni una pista de lo que pasaría con su vida en unos minutos, o en un par de horas e inclusive en los próximos días. Lo único que sabía era que ya no contaba con la seguridad de un buen regreso al hogar. Ahora no había nada y esa palabra, “hogar”, no significaba nada para él.
A medida que caminaba sus manos se aferraban con más fuerza a la mochila.
Caminó unas cuantas cuadras con la mirada fija al piso. No quería levantar la cabeza. Sentía vergüenza y no sabía por qué.
El sol de mediodía se alzaba sobre la gran ciudad y ya comenzaba a hacer calor. Miró el cielo a través del reflejo en un charco de agua estancada. Gracias a Dios que no habían nubes. Tal vez, si tenía algo de suerte, no llovería.
Pasaron varias horas eternas mientras daba vueltas inmerso en las calles de la ciudad tratando de no quedar ahogado en ese mar de gente. Pero lo que más miedo le daba era terminar convirtiéndose en un rostro más entre esos cientos de rostros que quedan olvidados entre las sombras que proyectan los gigantescos edificios. Sentía pánico de sólo pensar en convertirse en uno más de sos olvidados que vagan como si estuvieran en un limbo permanente, sin que nadie les preste atención.
Luego de un tiempo de caminar y no parar de pensar, tuvo hambre y decidió que debía comer algo para que eso lo mantuviera en pie, por lo menos hasta la noche.
Con el escaso dinero que tenía en el bolsillo trasero de su pantalón, entró a un almacén para comprar algo no muy caro. En la puerta del local había una mujer pidiendo monedas. Inmediatamente sintió un nudo en la garganta y en el estómago. Tuvo miedo, tuvo vergüenza. Se imaginó haciendo lo mismo. Se vería obligado a hacerlo apenas se quedara sin dinero o sin algo para comer. Se estaba ahogando en un vaso de agua.
Pronto, el sonido que provenía de sus entrañas lo sacó de sus pensamientos y comenzó a caminar nuevamente mientras trataba de calmar el hambre con un paquete de galletitas de agua.
Siguió caminando, deambulando, mirando vidrieras, mirando todas esas cosas que ya no podría tener en un futuro muy cercano. No sabía cuánto tiempo iba a pasar para que todo volviera a la normalidad. O tal vez ya nada iba a ser como había sido.
Confusión. Desesperanza. Preocupación. Ya era la tarde. Le dolían los pies de tanto andar. Decidió ir a sentarse a uno de los bancos de la plaza que estaba a pocos metros del lugar en donde se encontraba en ese momento.
Cuando por fin se sentó sintió, por unos pocos minutos, un alivio incomparable. Sin embargo, la realidad lo golpeó enseguida. Miró a su alrededor y tuvo una muestra gratis de la que quizás podría llegar a ser su vida en tan sólo unas pocas semanas. Se convertiría en una sombra más de aquellas que duermen en el piso tapadas con cartones o sobre colchones maltrechos; que comen las sobras de los restaurantes, que piden monedas en las calles; aquellos que pasan frío, aquellos que no saben si van a sobrevivir hasta el día siguiente.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Otra vez el nudo en el estómago. Se quedó sentado allí, inmóvil.
Luego de unas dos horas de estar sentado, sintió la urgencia de ir al baño y se dispuso a encontrar la estación de servicio más cercana. Por un momento tuvo miedo de dejar el banco de la plaza y que otra persona lo ocupara porque tal vez esa iba a ser su “cama”, en donde pasar la noche. Pero realmente necesitaba ir al baño, así que hizo lo que tenía que hacer.
Había comenzado a anochecer. Lo único que se le ocurrió fue volver a la plaza. Buscó el lugar en donde había estado sentado antes; había una mujer allí, hablando por teléfono celular. Se sentó a su lado pero evitó mirarla. A los pocos minutos, un hombre pasó a buscarla y se fueron juntos. Estaba otra vez solo.
Depresión. Soledad. Frío. Ya era de noche, el cielo estaba totalmente oscuro y el parque volvía a tomar vida, pero de un modo que nunca había visto antes: hombres tomando alcohol hasta el hartazgo, otros durmiendo bajo una pila de cartones, chicos tomando cerveza, fumando y quién sabe qué otras cosas más.
Todo se había convertido en un lugar totalmente hostil. Tuvo mucho miedo, trató de estar lo más alerta posible. Intentó con todas sus fuerzas no entrar en pánico y que el horror lo consumiera.
Sacó de su mochila una campera para abrigarse un poco más. No se movió mucho, no quería llamar demasiado la atención. De todas maneras, nadie pareció notarlo. Los demás estaban inmersos en su propio mundo, tratando de sobrevivir en aquella jungla de cemento.
De repente, un muchacho, que prácticamente tenía su misma edad, se le acercó y le pidió dinero o algo para comer.
Sintió un terror incomparable, pero lo único que pudo decirle con voz temblorosa y casi sin mirarlo a los ojos fue: “No tengo, perdoná. Estamos en las mismas.”
El joven se alejó de él sin decirle nada más. Su corazón latía muy rápido y no sabía si iba a lograr conciliar el sueño esa noche. Tal vez la mejor idea era pasar de largo.
Finalmente, el cansancio consiguió ganarle y, acostado en posición fetal sobre el banco, sus ojos se cerraron y cayó en un sueño intranquilo cuando ya empezaba a amanecer.
Eran eso de las diez de la mañana cuando abrió los ojos. Una señora mayor pasó a su lado mirándolo con pena y le dejó unas monedas.
Todavía algo dormido y confundido, tomó el dinero y se incorporó.
Miró la palma de su mano, perplejo. Todo le parecía tan extraño. Sintió un dolor en el pecho. Comenzó a llorar en silencio. Sus lágrimas caían una tras otra. No sabía cómo iba a continuar todo aquello. Ya no se trataba de vivir, sino de la supervivencia del más apto.
La calle le tendía sus brazos, lo retenía con sus garras, lo golpeaba con sus frías y duras manos. Pero él comprendía que también esa era la misma calle que lo abrazaba con un dejo de calor a nuevo hogar.


Astrid Pizarro

miércoles, 11 de abril de 2012

...::El clásico de los sábados::...


Aquello no parecía un día normal en la ciudad. Unos que tenían cierta apariencia de policías apuntaban hacia muchachos y muchachas con el cráneo rapado, de ropas oscuras, rasgadas y sucias tratando de ocultarse tras ruinas y escombros. Muchos usaban de escudo un enorme y arruinado reloj caído y arrojaban enfurecidos cualquier tipo de cosas.
Era de noche y todo estaba muy confuso. Lo único que le permitía distinguir algo en esa situación eran los grandes tachos metálicos de los cuales salía fuego. Aparentemente la electricidad no estaba funcionando. Se sintió desprotegido, vulnerable, en peligro.
Pronto se escondió detrás de la columna que formaba parte de unas vistosas arcadas que por cierto le parecían muy familiares. Observó todo desde ahí.
Uno de esos extraños policías pasó cerca llevando un paso acelerado pero se detuvo bruscamente frente a él. No podía ver su rostro a través del oscuro casco metálico que le cubría la cabeza. También aparentaba estar bien protegido por una especie de armadura impenetrable que sin duda iba acompañada de una novedosa arma.
- ¡Váyase a su casa ya! – le dijo una voz que sonaba casi robótica debido al efecto de esa extravagante indumentaria - ¡Está prohibido salir a la calle!
¿Estarían pasando por una nueva y terrible dictadura? Se pregunto a sí mismo horrorizado.
- ¿P... pe... pero quienes son esos? – inquirió con mucha curiosidad mirando el caos reinante.
- Son los mismos de siempre, señor – le respondió en un tono molesto – los marginados, los reos de hoy, viven en las montañas de basura de los suburbios y ya es costumbre que a esta hora salgan para saquear y robar a los honestos ciudadanos... ¿No ve las noticias?- lo miró de arriba abajo examinando su vestimenta – Bueno- arqueó las cejas – parece que se quedó en el tiempo. Es uno de esos nostálgicos...- De repente hubo un fuerte estruendo acompañado por varias explosiones- ¡¡No vamos a permitir que estos provoquen un maldito Apocalipsis en el 2100!! – Se alejó corriendo hacia el campo de batalla - ¡¡Todavía no!!
Lo que acababa de escuchar no podía ser cierto, era imposible... ¿¿El 2100??
- ¡Dios mío! – exclamó mirando con desesperación a su alrededor- ¿En dónde...?¡Es el Centro Cívico! ¡Bariloche! No, no puede...
Había caído en la cuenta de que ese lugar era la tan conocida calle Mitre: la biblioteca, el museo, la estatua de Roca, estaban absolutamente destruidos. 
Pero repentinamente todo pareció aclararse en su cabeza: megalópolis de plástico y de hormigón, tachos de basura gigantes, rebeldes armados, el desarreglo se transformaba en orden y el caos se había vuelto ley. ¡Por supuesto que sí! Ya lo había visto miles de veces, esa situación la conocía de memoria. Sin embargo era totalmente absurdo, él no podía estar allí ¡Eso era ciencia ficción! Aquello no existía, solo ocurría en la películas o en los relatos fantásticos. Respiró aliviado porque seguramente todo era un sueño. Pero algo ocurrió que le demostró lo contrario: inesperadamente los grandes arcos se desmoronaron sobre él sepultándolo entre las ruinas. Luego sobrevino un dolor insoportable que parecía estar acercándolo a la muerte. Aun lograba ver borrosamente los resplandores de la guerra que se estaba desatando en las cercanías.
Un chasquido metálico seguido de un breve sonido agudo llamó rápidamente su atención y lo distrajo de su agonía. Después apareció una brillante luz. Podía ver gente del otro lado: ¡eran sus amigos! Y parecían no notar su presencia. Se los veía lejanos, distendidos, distraídos.
Sintió terror y desesperación, ahora sabía exactamente donde se encontraba: dentro de su televisor. 
Recordó cómo ese novedoso aparato había llamado su inquieta curiosidad de niño, le había parecido simplemente genial porque tenía cosas realmente increíbles ante sus ojos que hasta ese momento desconocía y había llegado a amar ese preciado artefacto, a amarlo peligrosamente... En muchas ocasiones había reído, llorado, temido y últimamente hablaba con su televisor todas las mañanas en el desayuno. Era su único y fiel compañero dentro de esa patética pensión en la cual vivía. Aunque era demasiado viejo (esos en blanco y negro) no había querido cambiarlo para no sufrir cuando se averiara y lo tuviera que desechar, dejar que el camión de los residuos lo alejara de él... para siempre.
Las personas que estaban del otro lado ahora miraban divertidos e interesados la pantalla, como si estuvieran viendo una película.
Tenia que enfrentar la terrible realidad: él estaba dentro de una obra de ciencia ficción, de esas que no tenían precisamente un final feliz.
¿Cómo había llegado a ese allí? ¿Se habría quedado dormido y una fuerza extraña lo había atraído al interior del televisor? ¿El artefacto había desarrollado una relación “especial” con él? Aunque fueran posibilidades remotas, eso no le importaba porque lo primero que debía hacer era salir de ese lugar.
Gritó con fuerza durante un largo tiempo de su agonía tratando de llamar la atención de los que se encontraban en medio del desorden pero sonidos ensordecedores ahogaban su voz y los demás, los “espectadores”, ni siquiera advertían su presencia.
Seguramente sus amigos iban a esperar a que él llegara a casa mientras disfrutaban del  buen clásico de ciencia ficción de los sábados por la noche.




                                         Astrid Pizarro


*...Trabajo Digno...*


Esa noche estaba realmente furioso. A cada minuto la ira lo invadía aún más. Trató de mantener el control, debía hacerlo por que no quería que se desatara una especie de tormenta en él.
Era un tipo muy tranquilo y no se enojaba con frecuencia, podía soportar cualquier cosa. Pero ciertas veces acumulaba tanto enojo, que sentía que iba a estallar. Y ésta era una de esas ocasiones. No podía creerlo.
Hacía tan sólo unas horas había estado rodeado de amigos. Aquellos que le brindaban afecto, ayuda, un abrazo tal vez. Siempre se reunían en el mismo bar a conversar sobre lo que surgiera en el momento: sus vidas, trabajos, mujeres, deportes. Se había sentido realmente feliz y había reído mucho.
Pero luego había llegado ella, el ser más hermoso que había visto en su vida: su presencia lo confortaba, le daba tranquilidad y, cada vez que aparecía, era como si el tiempo se detuviera.
Sin embargo, ella lo había besado con frialdad y se había sentado a su lado, pero parecía más distante que nunca. Durante unos minutos, ella sólo había visto hacia la punta de sus zapatos, con la mirada perdida. Parecía no tener deseos de demostrarle amor, o brindarle alguna caricia siquiera, como usualmente lo hacía. Eso a él le fastidiaba, e incluso le preocupaba.
Cuando sus amigos se había marchado y por fin estaban a solas, la chica lo miró a los ojos, le sonrió y con pena le dijo: “Lo nuestro se termina hoy. No podemos seguir juntos”.
Esas palabras le causaron gran dolor. No estaba preparado para escuchar eso. Lo dejaba, era un adiós, la despedida, el inevitable final. La muchacha había tratado de explicarle sus razones, pero él no la escuchaba porque sentía odio, decepción, tristeza. Finalmente, al ver que el joven no le prestaba atención a sus palabras, la chica se marchó con furia.
Y ahora estaba allí, cumpliendo con su horario de trabajo en un edificio enorme que a esas horas de la noche, se encontraba vacío, desolado. Su enojo se había ido y comenzó a reírse. El sonido de su voz retumbaba en las paredes. No podía creer lo que le había sucedido y, cada vez que lo recordaba, le causaba más gracia. Aquello era realmente insólito: su novia lo había dejado porque no aceptaba el empleo que él tenía. ¿Qué había de malo en su trabajo? Era digno, seguro, solitario y con buena paga. Volvió a reír con más fuerza.
¿Qué había de malo en ser el guardia de una morgue? ¡Nada! Pasaba la noche leyendo, escuchando música en paz, rodeado de una calma absoluta, que seguramente inquietaría a otros. Nada podía pasarle. Todos los que se encontraban allí habían muerto, ya sea por causa natural, por homicidio, enfermedad o por accidentes fatales. Tal vez su aspecto no era el mejor, pero eso eran: muertos.
Probablemente los amigos de ella lo consideraban “raro” o “anormal” por trabajar en un lugar como ese y por tal razón no estaba dispuesta a pasar vergüenza saliendo con esa clase de chico. Pues a él no le importaba en absoluto, al diablo con ella y sus estúpidos prejuicios. Apagó la radio portátil y la luz de su linterna quedándose en la oscuridad total. Una sonrisa se dibujó en su rostro. No le importaba que lo consideraran un desquiciado por cumplir con su trabajo.
Un silencio funesto se adueñó del lugar. Por momentos lo asaltaba un miedo repentino, pero no iba a cambiar ese empleo por nada. A veces los muertos son mejor compañía que otra cosa.

                                                                                                                   Astrid Pizarro

Las Palabras


Al crear este blog, lo primero que hice fue pensar acerca del concepto "palabra"... de lo que significa, de su importancia.
Y bien, podríamos decir que en definitiva son un conjunto de letras que juntas tienen un sentido o no. Pero porsupuesto que no se limita sólo a eso. Una palabra, cualquier palabra, la que se te ocurra, es la causa de que existan maneras fantásticas de expresar sentimientos, de plasmar lo que habita en nuestra mente, aquello que creamos con imaginación, o lo que sea que haya pasado en un momento determinado, lo que sea.
Y lo mejor es que, como personas, como seres humanos, tenemos ese gran privilegio. El privilegio de poder usarlas.

                                                Astrid