Vértigo. Náuseas. El día se acercaba. El final era inevitable y sabía perfectamente cómo iba a terminar todo.
La realidad ahora
lo sorprendía como un violento baldazo de agua fría.
Imploraba que los
segundos se apiadasen de él y que, en vez de correr sin detenerse,
caminaran lo más lento posible. Pero sabía que eso no iba a
suceder.
Nunca había creído
en Dios pero ahora, a medida que la noche llegaba, rogaba por un
milagro que lo salvara. Sabía que eso tampoco iba a servir.
Vértigo. Náuseas.
Miedo. El día había llegado. Era el final pero extrañamente el
comienzo de algo que lo horrorizaba.
Tenía todo lo que
le pertenecía en una mochila y a eso se iba a aferrar porque cada
cosa que había allí le traería recuerdos de cómo era el hogar.
Cerró una puerta
tras de sí y respiró profundo tratando de deshacer ese nudo en la
garganta que estaba ahí desde que había despertado.
Se quedó inmóvil
sobre la vereda observando a su alrededor sin saber qué hacer. El
sol se alzaba con las primeras horas de la mañana por encima de la
gran ciudad y teñía los edificios de un color muy parecido al
sepia. La gente caminaba en todas direcciones, inmersos cada uno en
su mundo, atrapados por su rutina. Nadie parecía notarlo, darse
cuenta de que él estaba allí. Toda esa escena parecía muy irreal,
como si fuera un sueño que en cualquier momento se convertiría en
pesadilla.
Había caminado por
esas cuadras miles de veces, pero ahora la realidad tenía una
perspectiva totalmente distinta e incierta, no había rutina
instalada, no había horario que cumplir, no había nada.
Vértigo. Mareo.
Incertidumbre. Los minutos comenzaban a pasar y él todavía seguía
inmóvil sin poder mover un sólo músculo. Trataba de pensar con
lógica para no caer en la total desesperación y el pánico pero lo
único que pasaba por su cabeza eran locas ideas de salida fácil y
finales rápidos para cambiar su horrible realidad.
Pensó en las vías
del tren, en un puente, una autopista, quizás el edificio más alto.
Hizo una mueca de desagrado ante las oscuras ideas que rondaban por
su mente. Entonces, y no sin poco esfuerzo, les ordenó a sus pies
que comenzaran a caminar aunque no tuvieran rumbo fijo. Primero un
paso, luego otro, y otro...
No sabía dónde
iba, no tenía ni una pista de lo que pasaría con su vida en unos
minutos, o en un par de horas e inclusive en los próximos días. Lo
único que sabía era que ya no contaba con la seguridad de un buen
regreso al hogar. Ahora no había nada y esa palabra, “hogar”,
no significaba nada para él.
A medida que
caminaba sus manos se aferraban con más fuerza a la mochila.
Caminó unas
cuantas cuadras con la mirada fija al piso. No quería levantar la
cabeza. Sentía vergüenza y no sabía por qué.
El sol de mediodía
se alzaba sobre la gran ciudad y ya comenzaba a hacer calor. Miró el
cielo a través del reflejo en un charco de agua estancada. Gracias a
Dios que no habían nubes. Tal vez, si tenía algo de suerte, no
llovería.
Pasaron varias
horas eternas mientras daba vueltas inmerso en las calles de la
ciudad tratando de no quedar ahogado en ese mar de gente. Pero lo que
más miedo le daba era terminar convirtiéndose en un rostro más
entre esos cientos de rostros que quedan olvidados entre las sombras
que proyectan los gigantescos edificios. Sentía pánico de sólo
pensar en convertirse en uno más de sos olvidados que vagan como si
estuvieran en un limbo permanente, sin que nadie les preste atención.
Luego de un tiempo
de caminar y no parar de pensar, tuvo hambre y decidió que debía
comer algo para que eso lo mantuviera en pie, por lo menos hasta la
noche.
Con el escaso
dinero que tenía en el bolsillo trasero de su pantalón, entró a un
almacén para comprar algo no muy caro. En la puerta del local había
una mujer pidiendo monedas. Inmediatamente sintió un nudo en la
garganta y en el estómago. Tuvo miedo, tuvo vergüenza. Se imaginó
haciendo lo mismo. Se vería obligado a hacerlo apenas se quedara sin
dinero o sin algo para comer. Se estaba ahogando en un vaso de agua.
Pronto, el sonido
que provenía de sus entrañas lo sacó de sus pensamientos y comenzó
a caminar nuevamente mientras trataba de calmar el hambre con un
paquete de galletitas de agua.
Siguió caminando,
deambulando, mirando vidrieras, mirando todas esas cosas que ya no
podría tener en un futuro muy cercano. No sabía cuánto tiempo iba
a pasar para que todo volviera a la normalidad. O tal vez ya nada iba
a ser como había sido.
Confusión.
Desesperanza. Preocupación. Ya era la tarde. Le dolían los pies de
tanto andar. Decidió ir a sentarse a uno de los bancos de la plaza
que estaba a pocos metros del lugar en donde se encontraba en ese
momento.
Cuando por fin se
sentó sintió, por unos pocos minutos, un alivio incomparable. Sin
embargo, la realidad lo golpeó enseguida. Miró a su alrededor y
tuvo una muestra gratis de la que quizás podría llegar a ser su
vida en tan sólo unas pocas semanas. Se convertiría en una sombra
más de aquellas que duermen en el piso tapadas con cartones o sobre
colchones maltrechos; que comen las sobras de los restaurantes, que
piden monedas en las calles; aquellos que pasan frío, aquellos que
no saben si van a sobrevivir hasta el día siguiente.
Se le llenaron los
ojos de lágrimas. Otra vez el nudo en el estómago. Se quedó
sentado allí, inmóvil.
Luego de unas dos
horas de estar sentado, sintió la urgencia de ir al baño y se
dispuso a encontrar la estación de servicio más cercana. Por un
momento tuvo miedo de dejar el banco de la plaza y que otra persona
lo ocupara porque tal vez esa iba a ser su “cama”, en donde pasar
la noche. Pero realmente necesitaba ir al baño, así que hizo lo que
tenía que hacer.
Había comenzado a
anochecer. Lo único que se le ocurrió fue volver a la plaza. Buscó
el lugar en donde había estado sentado antes; había una mujer allí,
hablando por teléfono celular. Se sentó a su lado pero evitó
mirarla. A los pocos minutos, un hombre pasó a buscarla y se fueron
juntos. Estaba otra vez solo.
Depresión.
Soledad. Frío. Ya era de noche, el cielo estaba totalmente oscuro y
el parque volvía a tomar vida, pero de un modo que nunca había
visto antes: hombres tomando alcohol hasta el hartazgo, otros
durmiendo bajo una pila de cartones, chicos tomando cerveza, fumando
y quién sabe qué otras cosas más.
Todo se había
convertido en un lugar totalmente hostil. Tuvo mucho miedo, trató de
estar lo más alerta posible. Intentó con todas sus fuerzas no
entrar en pánico y que el horror lo consumiera.
Sacó de su mochila
una campera para abrigarse un poco más. No se movió mucho, no quería
llamar demasiado la atención. De todas maneras, nadie pareció
notarlo. Los demás estaban inmersos en su propio mundo, tratando de
sobrevivir en aquella jungla de cemento.
De repente, un
muchacho, que prácticamente tenía su misma edad, se le acercó y le
pidió dinero o algo para comer.
Sintió un terror
incomparable, pero lo único que pudo decirle con voz temblorosa y
casi sin mirarlo a los ojos fue: “No tengo, perdoná. Estamos en
las mismas.”
Finalmente, el
cansancio consiguió ganarle y, acostado en posición fetal sobre el
banco, sus ojos se cerraron y cayó en un sueño intranquilo cuando
ya empezaba a amanecer.
Eran eso de las
diez de la mañana cuando abrió los ojos. Una señora mayor pasó a
su lado mirándolo con pena y le dejó unas monedas.
Todavía algo
dormido y confundido, tomó el dinero y se incorporó.
Miró la palma de
su mano, perplejo. Todo le parecía tan extraño. Sintió un dolor en
el pecho. Comenzó a llorar en silencio. Sus lágrimas caían una
tras otra. No sabía cómo iba a continuar todo aquello. Ya no se
trataba de vivir, sino de la supervivencia del más apto.
La calle le tendía
sus brazos, lo retenía con sus garras, lo golpeaba con sus frías y
duras manos. Pero él comprendía que también esa era la misma calle
que lo abrazaba con un dejo de calor a nuevo hogar.
Astrid
Pizarro